Por razones de fuerza mayor debí ausentarme de Chile durante unos días, y no pude participar de las enormes celebraciones con que se dio gracias por la entrada en vigencia del Motu Proprio “Summorum Pontificum” de Su Santidad Benedicto XVI. En este acto de imperio del Romano Pontífice, se establece en su plenitud de derechos la celebración de la llamada comúnmente “misa tridentina”, establecida por San Pío V, la cual nunca fue prohibída y cuya última edición típica fue la promulgada por el Beato Juan XXIII. Asimismo, como lo afirma su Santidad, viene a producir una reconciliación AL INTERIOR del seno de la Iglesia (¿Esos cismáticos y que estaban excomulgados?). La fecha escogida para el fin de la vacación de la ley no pudo ser mejor, la Exaltación de la Santa Cruz, 14 de Septiembre según el calendario litúrgico.
La fiesta del Triunfo de la Santa Cruz (o su exaltación) se hace en recuerdo de la recuperación de la Santa Cruz obtenida en el año 614 por el emperador Heraclio, quien la logró rescatar de los Persas que se la habían robado de Jerusalén.
Al llegar de nuevo la Santa Cruz a Jerusalén, el emperador dispuso acompañarla en solemne procesión, pero vestido con todos los lujosos ornamentos reales, y de pronto se dió cuenta de que no era capaz de avanzar. Entonces el Arzobispo de Jerusalén, Zacarías, le dijo: "Es que todo ese lujo de vestidos que lleva, están en desacuerdo con el aspecto humilde y doloroso de Cristo, cuando iba cargando la cruz por estas calles".
Entonces el emperador se despojó de su manto de lujo y de su corona de oro, y descalzo, empezó a recorrer así las calles y pudo seguir en la piadosa procesión hasta el Calvario.
Esta fiesta nos recuerda que la Cruz se lleva con humildad, con penitencia interior y exterior. La humildad no consiste solamente en la modestia en el ornato (como podría parecer de una reflexión simplista), sino en la sumisión absoluta de la voluntad a la del Padre, a la de la Santa Iglesia Católica en todo aquello que no es opinable, y no es opinable ni alterable el sacrosanto sacrificio que padeció Nuestro Señor Jesucristo en el Calvario y que se renueva incruentamente en cada Misa.
¡Tanto amó Dios al Mundo que nos dio a su hijo, tan grave fue la ofensa que la víctima debía ser divina, tan grande fue su amor por nosotros que se redujo a las especies de pan y vino!
Como se desprende del mencionado Motu Proprio. Una manifestación de humildad y sumisión es acatar las normas litúrgicas y terminar con las frecuentes intervenciones fuera de lugar por parte de algunos sacerdotes, fundados muchas veces en supuestas “necesidades pastorales”, en la mitad de la celebración de la Santa Misa (o la “Cena” como lo llaman algunos, probablemente influídos por libros de teólogos protestantes); también con la utilización político contingente de los púlpitos sin necesidad grave (como en aquellos casos en que se justifica el derecho de rebelión); o lo que es aún peor, la alteración del orden de la liturgia, la comunión en la mano (que según la madre Teresa de Calcuta era el mayor pecado de la actualidad) y tantos e incontables abusos y ofensas hacia Jesucristo, Señor Nuestro, quien es sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.
Desde acá mi gratitud por todos aquellos que hicieron posible las dos celebraciones de la Arquidiócesis de Santiago y mis oraciones por Su Santidad Benedicto XVI:
Oremus pro Pontifice nostro Benedicti XVI. Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animam inimicorum ejus.